Salí
corriendo al baño. Tuve que contener el vomito con mis manos. Me
arrodillé en el piso y largué todo lo que tenía adentro. Tardé unos minutos en reponerme. Me levanté,
me lavé la cara, me sequé los ojos llorosos y volví a la habitación. El papel
que había provocado semejante exabrupto seguía apoyado en la cama. Me acerqué,
ahora con menos sorpresa y volví a leerlo: “La pasión no es más que un invento”,
decía con letras recortadas de algún diario o revista. Hacía años que no
escuchaba esa frase. Hacía años que había armado mi vida con otro hombre. Había
formado una familia, tenia dos hijas hermosas. Pensé que había olvidado aquella frase pero sobre todo, pensé que había olvidado a aquel
hombre
Antonio,
se llamaba y siempre supe que había aparecido en mi vida muy temprano. Yo tenía
22 años y todo por delante. Mi libertad en aquellos años era mi don más
preciado, el mundo me parecía un lugar inmenso y tenía sólo deseos de
recorrerlo. Yo era por aquel entonces como una llama siempre moviéndome,
intensa, chispeando y emanando energía por doquier. Poco había quedado de esa
llama hoy, pero la frase que encontré en mi cama me trajo el recuerdo vivo de Antonio,
como si no hubiera pasado un solo día.
Él
era mayor que yo y me abrió los ojos en muchas cosas. Me enamoré perdidamente
de él luego de que nos quedáramos hablando una noche entera en un bar sobre si
el ser humano estaba preparado o no para la monogamia. Antonio era un hombre
sofisticado, sensual, seguro. El se había enamorado de mi juventud, de mi
desparpajo, de mi fluir sin pensar tanto en las consecuencias. Juntos éramos
una máquina de producir charlas, pensamientos, discusiones eternas. Nos
encantaba sentarnos en bares, tomar vino y charlar hasta el amanecer. Recuerdo
que improvisábamos esquemas en servilletas sobre las relaciones humanas, sobre
los sentimientos, sobre el amor, sobre todo eso, hablábamos sobre el amor y sus
paradojas.
En
la cama Antonio me enseñó gran parte de lo que se hasta el día de hoy. Despertó
en mí un deseo feroz, me acarició partes del cuerpo que hasta ese entonces no
sabía que existían. Me descubrió entera, me amó profundamente dentro y fuera de
la cama.
Recuerdo
que por aquellos meses de idilio, que fue lo que duró nuestro encuentro, inventamos
esta frase sobre la pasión. Nos imaginábamos situaciones en bares de parejas
aburridas, inmersas en la cotidianeidad, que no se hablaban, ya no se miraban a
los ojos. Nos imaginábamos que se decían “La pasión no es más que un invento”,
consolándose por haber perdido o por no haber conocido jamás ese sentimiento
tan vivo, tan rojo, tan intenso que era la pasión. Esas parejas, nos
imaginábamos, se acostumbraban, se ponían grises, se conformaban con tener una
relación chata, sin peleas, sin discusiones, sin sobresaltos, sin encuentros
pasionales.
Nosotros,
que nos creíamos elevados, especiales y casi inmortales hicimos en aquellos
meses un pacto: nunca nos conformaríamos. Nunca dejaríamos de estar vivos,
despiertos, alertas, pasionales. Esa frase nunca se apoderaría de nosotros.
Al
recordar esto se me cayeron varias lagrimas y me senté al lado de la cama,
donde estaba el papel. Lo agarré con mis manos y me lo acerqué hasta la nariz,
intentando descubrir si había algo de ese aroma a alcohol, cigarro y perfume
francés que Antonio emanaba de cada centímetro de su piel. No sentí nada.
Como
si fuera una tromba y sin siquiera pensar como ese hombre me había encontrado,
como había entrado a mi casa, agarré un abrigo y salí a la calle. Necesitaba
aire, necesitaba respirar. Primero empecé a caminar sin rumbo fijo, pero al
cabo de unas cuadras me di cuenta claramente a donde me dirigía.
De
golpe me sentí joven de nuevo, sentí el viento que me rozaba la piel, sentí el
pecho que se iba inflando, como hacía mucho no lo sentía. Sentí la excitación
en mis manos, que transpiraban y se movían de un lado al otro. Recuerdo que comencé
a sonreír en la calle, cosa que no hacía desde vaya a saber cuantos años. Un
aire intenso entraba en mi cuerpo cada vez que inhalaba. Y el cuerpo se me
relajaba aun más cuando expulsaba ese aire afuera. Me sentía más liviana, más
hermosa. ¿Cómo había podido olvidar esta sensación? ¿Cómo me había alejado
tanto de mi misma todos estos años? No busqué las respuestas. Sólo llegué a
aquel bar de puerta verde.
Primero
me acerqué a las ventanas en donde vi mi reflejo. Era yo, la misma que hacía 20
años, pero más vieja, más cansada pero hoy me veía hermosa y libre como
aquellos años. Acerqué mi cara al vidrio para mirar adentro del bar. Solo un
instante me costó reconocerlo. Ahí estaba, sentado en la barra, acariciando con
sus manos un vaso de bourbon. Ese mínimo gesto me causó pudor y me hizo sonrojar.
Giró su cara frente a mi, y sonrió. Él estaba más viejo también. Mucho más que
yo, pero su mirada profunda seguía intacta. Me acerqué hasta la puerta verde de
aquel bar y entré.