lunes, 15 de septiembre de 2014

La pasión no es más que un invento


Salí corriendo al baño. Tuve que contener el vomito con mis manos. Me arrodillé en el piso y largué todo lo que tenía adentro.  Tardé unos minutos en reponerme. Me levanté, me lavé la cara, me sequé los ojos llorosos y volví a la habitación. El papel que había provocado semejante exabrupto seguía apoyado en la cama. Me acerqué, ahora con menos sorpresa y volví a leerlo: “La pasión no es más que un invento”, decía con letras recortadas de algún diario o revista. Hacía años que no escuchaba esa frase. Hacía años que había armado mi vida con otro hombre. Había formado una familia, tenia dos hijas hermosas. Pensé que había olvidado  aquella frase pero  sobre todo, pensé que había olvidado a aquel hombre
Antonio, se llamaba y siempre supe que había aparecido en mi vida muy temprano. Yo tenía 22 años y todo por delante. Mi libertad en aquellos años era mi don más preciado, el mundo me parecía un lugar inmenso y tenía sólo deseos de recorrerlo. Yo era por aquel entonces como una llama siempre moviéndome, intensa, chispeando y emanando energía por doquier. Poco había quedado de esa llama hoy, pero la frase que encontré en mi cama me trajo el recuerdo vivo de Antonio, como si no hubiera pasado un solo día.
Él era mayor que yo y me abrió los ojos en muchas cosas. Me enamoré perdidamente de él luego de que nos quedáramos hablando una noche entera en un bar sobre si el ser humano estaba preparado o no para la monogamia. Antonio era un hombre sofisticado, sensual, seguro. El se había enamorado de mi juventud, de mi desparpajo, de mi fluir sin pensar tanto en las consecuencias. Juntos éramos una máquina de producir charlas, pensamientos, discusiones eternas. Nos encantaba sentarnos en bares, tomar vino y charlar hasta el amanecer. Recuerdo que improvisábamos esquemas en servilletas sobre las relaciones humanas, sobre los sentimientos, sobre el amor, sobre todo eso, hablábamos sobre el amor y sus paradojas.
En la cama Antonio me enseñó gran parte de lo que se hasta el día de hoy. Despertó en mí un deseo feroz, me acarició partes del cuerpo que hasta ese entonces no sabía que existían. Me descubrió entera, me amó profundamente dentro y fuera de la cama.
Recuerdo que por aquellos meses de idilio, que fue lo que duró nuestro encuentro, inventamos esta frase sobre la pasión. Nos imaginábamos situaciones en bares de parejas aburridas, inmersas en la cotidianeidad, que no se hablaban, ya no se miraban a los ojos. Nos imaginábamos que se decían “La pasión no es más que un invento”, consolándose por haber perdido o por no haber conocido jamás ese sentimiento tan vivo, tan rojo, tan intenso que era la pasión. Esas parejas, nos imaginábamos, se acostumbraban, se ponían grises, se conformaban con tener una relación chata, sin peleas, sin discusiones, sin sobresaltos, sin encuentros pasionales.
Nosotros, que nos creíamos elevados, especiales y casi inmortales hicimos en aquellos meses un pacto: nunca nos conformaríamos. Nunca dejaríamos de estar vivos, despiertos, alertas, pasionales. Esa frase nunca se apoderaría de nosotros.
Al recordar esto se me cayeron varias lagrimas y me senté al lado de la cama, donde estaba el papel. Lo agarré con mis manos y me lo acerqué hasta la nariz, intentando descubrir si había algo de ese aroma a alcohol, cigarro y perfume francés que Antonio emanaba de cada centímetro de su piel. No sentí nada.
Como si fuera una tromba y sin siquiera pensar como ese hombre me había encontrado, como había entrado a mi casa, agarré un abrigo y salí a la calle. Necesitaba aire, necesitaba respirar. Primero empecé a caminar sin rumbo fijo, pero al cabo de unas cuadras me di cuenta claramente a donde me dirigía.
De golpe me sentí joven de nuevo, sentí el viento que me rozaba la piel, sentí el pecho que se iba inflando, como hacía mucho no lo sentía. Sentí la excitación en mis manos, que transpiraban y se movían de un lado al otro. Recuerdo que comencé a sonreír en la calle, cosa que no hacía desde vaya a saber cuantos años. Un aire intenso entraba en mi cuerpo cada vez que inhalaba. Y el cuerpo se me relajaba aun más cuando expulsaba ese aire afuera. Me sentía más liviana, más hermosa. ¿Cómo había podido olvidar esta sensación? ¿Cómo me había alejado tanto de mi misma todos estos años? No busqué las respuestas. Sólo llegué a aquel bar de puerta verde.
Primero me acerqué a las ventanas en donde vi mi reflejo. Era yo, la misma que hacía 20 años, pero más vieja, más cansada pero hoy me veía hermosa y libre como aquellos años. Acerqué mi cara al vidrio para mirar adentro del bar. Solo un instante me costó reconocerlo. Ahí estaba, sentado en la barra, acariciando con sus manos un vaso de bourbon. Ese mínimo gesto me causó pudor y me hizo sonrojar. Giró su cara frente a mi, y sonrió. Él estaba más viejo también. Mucho más que yo, pero su mirada profunda seguía intacta. Me acerqué hasta la puerta verde de aquel bar y entré.

domingo, 24 de agosto de 2014

Ganas enormes de que no desaparezca



La gigante sensación de hastío se hizo carne en mi. Todo lo que me rodeaba se volvió chiquito, diminuto. Mi cuerpo empezó a ocupar más espacio. El miedo creció también. Di un paso cauteloso para comprobar que la tierra, ahora pequeña, soportara el peso de mi enorme cuerpo. Comprobé que todo temblaba cuando yo avanzaba. Pude mantener el equilibro gracias a unas grandes montañas nevadas  que llegaban hasta mis rodillas. Me sostuve de ellas para no caer. Pisé un charco mientras avanzaba y supuse sería algún océano. Los arboles, las vegetaciones de las selvas me generaban cosquillas en los pies generando muecas en mi boca que fueron convirtiéndose en risas y hasta carcajadas. En ese momento recordé lo que era sentirse feliz. Recordé las veces que me había reído a carcajadas, las veces en que el mundo se había desvanecido mientras disfrutaba ese momento de alegría. Pero en seguida unas cataratas me salpicaron los dedos de los pies y me trajeron de vuelta a esta realidad. Mi cara volvió a reflejar lo inmenso que me estaba pasando y sintiendo. Todo era más pesado ahora. Cada paso me requería una energía inusitada. Hacía fuerza para seguir, para avanzar vaya saber hacia donde, pero lo hacía. Fue entonces cuando lo vi todo claramente. Vi muy lejos ese tren que me cambió la vida para siempre. Me acerqué como pude. Vi el reflejo de su cara en el vidrio, como lo había visto aquel día. Se me llenaron los inmensos ojos de lagrimas, nuevamente. El me miró igual, con esa misma expresión de amor y compasión, igual al día que nos despedimos en la estación. Yo lo miré con más dolor aun, y sabiendo ahora lo que sufriría luego de esa despedida. Escuché bajito y a lo lejos el sonido de la locomotora como quien escucha la orden para que empiece su propio fusilamiento. El apoyó su mano en la ventana, dijo algo con sus labios que no logré descifrar. Como aquel día el tren volvió a arrancar lentamente. Yo me quedé inmóvil, mirando como la distancia entre ese hombre y yo crecía a cada segundo que el tren avanzaba. Así estuve durante algunos minutos hasta que no lo vi más. Igual que la vez anterior, él se fue dejándome estas ganas enormes de que no desaparezca.  Se fue sin decir bien porqué ni sí volvería. Se fue dejándome este inmenso mundo para mi sola.

miércoles, 20 de agosto de 2014

La venganza



Las risas falsas dibujadas en sus máscaras generaban un ambiente aun más macabro. Estaban ahí los tres hombres parados frente a mí, con sus trajes impecables, sus manos ocultas en los bolsillos aun con olor a pólvora. Sus posturas relajadas no dejaban imaginar lo que allí acababa de suceder. Había habido una matanza. Más de diez personas habían sido asesinadas a sangre fría y yo había sido testigo de todo, sin quererlo, sin haber tenido otra alternativa. Ojalá pudiera borrar de mi mente todo lo que había visto hacía a penas unos segundos. Ellos parados frente a mi, inmóviles quizás deseaban lo mismo. Imaginé sus caras detrás de esas fachadas de plástico, impávidas, con ansias de terminar con lo que habían venido a hacer. Yo temblaba por dentro, pero me mostraba casi tan seguro como ellos. Pude ver sus seis ojos mirándome por los pequeños agujeros de sus máscaras. Ojos inquisidores, llenos de venganza y de odio. Habían esperado dos años para este momento. Habían planeado todo con lujo de detalles. Nada se les había escapado de las manos, salvó mi presencia en ese lugar que no estaba programada. Yo solo había ido a llevar unas encomiendas, como hago todos los días con miles de oficinas de esta ciudad. Pero estaba enterado de la contienda. Es por eso que no me sorprendí cuando los vi atravesar la puerta.
Nadie pudo hacer nada. Uno a uno fueron cayendo luego de ser atravesados por sus plomos. Yo era el último que quedaba. Había logrado escabullirme entre el mar de balas.
“Todo esto por una sola mujer”, pensé mientras se preparaban para terminar conmigo. Todo esto por el amor y la vida de una mujer. Tantas muertes, tantos años de odio, de miedo, de sed de venganza. ¿Cómo es posible que el amor y el odio estén tan pegados, tan cerca, tan entrelazados? ¿Cómo es posible que un amor haya generado esta matanza, esta venganza?  Fue mientras pensaba eso que un ruido me ensordeció. Sentí el frio penetrar en mi abdomen. Sentí mis manos humedecerse y logré ver sus rostros satisfechos, como si las máscaras pudieran adaptarse a lo que los hombres detrás de ellas estaban sintiendo.
Caí al piso y dejé de respirar para siempre.

jueves, 7 de agosto de 2014

El agujerito


Todas las mañanas veía lo mismo desde su pequeña casa. Espiaba por ese agujero que había quedado al sellar las maderas. Desde ahí podía ver un pedacito del suelo. Su casa estaba a un metro del suelo aproximadamente. Era el único agujero que había descubierto. Su único puente con el afuera. 
El verano se estaba yendo y comenzaban los primeros días frescos. Ella no se preocupaba porque su padre le traía el abrigo y la comida necesaria todos los días cuando oscurecía . Abría una pequeña purtecita que había al costado de su casa de maderas y por ahí introducía la bandeja con lo que hiciera falta para ese día y se llevaba aquello que era para desechar. No cruzaban palabras. Ella no recordaba haberlo hecho jamás.  
Dedicaba sus días a mirar por ese agujero y ver que era lo que allí sucedía. No era mucho la verdad, pero podía espiar como crecía el pasto y cambiaba de color, podía ver algún animal caminando por ahí, o ver al viento jugando con alguna hoja. Se maravillaba cuando por la mañana las gotas de rocío se deslizaban por el pasto. Amaba ver la tierra húmeda por las mañanas largando ese olor que anunciaba que un nuevo día había comenzado. A veces pasaba algún pajarito por ahí que cantaba y ella sonreía como si entendiera algún mensaje encriptado en ese canto. 
Y así pasaban los días, los meses, los años. Casi desde el día que había nacido ocho años atrás, su realidad era esa. Esa casa oscura de madera elevada del suelo, su leve contacto con su padre una vez por día y ese agujero que la conectaba con el afuera. 
Fue un día en pleno otoño cuando cambió todo. Ya había anochecido y ella esperaba a que llegara su padre con la comida. Sintió abrirse la puerta de la casa grande, donde él dormía que estaba a unos 20 metros. Escuchó que se acercaba como todos los días. No sabía bien porqué pero ella estaba más animada que otras veces. Quizás había sido el camino de hormigas que había  observado contenta toda la mañana desde su pequeño cuadro de visión. Quizás eran las ansias por recibir más mantas ya que el frio en su pequeño cubículo se había hecho más intenso y continuo. 
La cuestión es que su padre abrió la pequeña puerta, dejó unas nuevas mantas en un costado apoyó la bandeja sin emitir sonido y en ese instante comenzó a temblar de una forma inusual.  Su mano derecha tiró el vaso con agua que estaba sobre la bandeja que acababa de apoyar. Ella se quedó quieta mirando todo y atenta a lo que estaba sucediendo.  El padre trató de agarrarse de la puerta, intentando cerrarla pero no logró a hacerlo, se desvaneció en el piso dejando la puerta abierta, por primera vez desde que ella tenía uso de razón. 
Era de noche, estaba todo oscuro. Ella se quedó inmóvil. Sin emitir sonido.  Se quedó así un par de horas, quieta, en la esquina de la casita. De a poco se fue acercando a la bandeja que había quedado en el limite de la puerta. El agua se había derramado pero quedaban los budines de carne y el pan. Se comió los budines, saboreando cada bocado. Cortó con las manos el pan  y también lo comió. Terminó todo. Dejó la bandeja en la puerta como siempre y se tapó con las frazadas. Durmió toda la noche, como siempre. 
A la mañana siguiente se despertó un poco más temprano que lo habitual. Entraba mucha luz por la puerta que había quedado abierta toda la noche. Se despabiló un poco y se dispuso a hacer lo que había hecho durante todos estos años. Se asomó por agujerito y ahí lo vio. Su padre tirado en el piso, con los ojos abiertos y una mano en el pecho. Estaba semicubierto por las hojas de los arboles que habían caído por la noche. El otoño estaba en su punto máximo, cubriendo de hojas cada centímetro del suelo. Amarillas, rojas, cobrizos, naranjas. Ella empezó a sentir lagrimas en los ojos, no entendía bien que era lo que le estaba sucediendo. Pero sintió que lo que estaba viendo por aquel agujerito era sin duda lo más hermoso que había visto en su vida.