Todas
las mañanas veía lo mismo desde su pequeña casa. Espiaba por ese agujero que
había quedado al sellar las maderas. Desde ahí podía ver un pedacito del suelo.
Su casa estaba a un metro del suelo aproximadamente. Era el único agujero que
había descubierto. Su único puente con el afuera.
El
verano se estaba yendo y comenzaban los primeros días frescos. Ella no se
preocupaba porque su padre le traía el abrigo y la comida necesaria todos los
días cuando oscurecía . Abría una pequeña purtecita que había al costado de su
casa de maderas y por ahí introducía la bandeja con lo que hiciera falta para
ese día y se llevaba aquello que era para desechar. No cruzaban palabras. Ella
no recordaba haberlo hecho jamás.
Dedicaba
sus días a mirar por ese agujero y ver que era lo que allí sucedía. No era
mucho la verdad, pero podía espiar como crecía el pasto y cambiaba de color,
podía ver algún animal caminando por ahí, o ver al viento jugando con alguna
hoja. Se maravillaba cuando por la mañana las gotas de rocío se deslizaban por
el pasto. Amaba ver la tierra húmeda por las mañanas largando ese olor que
anunciaba que un nuevo día había comenzado. A veces pasaba algún pajarito por
ahí que cantaba y ella sonreía como si entendiera algún mensaje encriptado en
ese canto.
Y
así pasaban los días, los meses, los años. Casi desde el día que había nacido
ocho años atrás, su realidad era esa. Esa casa oscura de madera elevada del
suelo, su leve contacto con su padre una vez por día y ese agujero que la
conectaba con el afuera.
Fue
un día en pleno otoño cuando cambió todo. Ya había anochecido y ella esperaba a
que llegara su padre con la comida. Sintió abrirse la puerta de la casa grande,
donde él dormía que estaba a unos 20 metros. Escuchó que se acercaba como todos
los días. No sabía bien porqué pero ella estaba más animada que otras veces. Quizás
había sido el camino de hormigas que había observado contenta toda la mañana desde su pequeño
cuadro de visión. Quizás eran las ansias por recibir más mantas ya que el frio
en su pequeño cubículo se había hecho más intenso y continuo.
La
cuestión es que su padre abrió la pequeña puerta, dejó unas nuevas mantas en un
costado apoyó la bandeja sin emitir sonido y en ese instante comenzó a temblar
de una forma inusual. Su mano derecha tiró
el vaso con agua que estaba sobre la bandeja que acababa de apoyar. Ella se
quedó quieta mirando todo y atenta a lo que estaba sucediendo. El padre trató de agarrarse de la puerta, intentando
cerrarla pero no logró a hacerlo, se desvaneció en el piso dejando la puerta
abierta, por primera vez desde que ella tenía uso de razón.
Era
de noche, estaba todo oscuro. Ella se quedó inmóvil. Sin emitir sonido. Se quedó así un par de horas, quieta, en la
esquina de la casita. De a poco se fue acercando a la bandeja que había quedado
en el limite de la puerta. El agua se había derramado pero quedaban los budines
de carne y el pan. Se comió los budines, saboreando cada bocado. Cortó con las
manos el pan y también lo comió. Terminó
todo. Dejó la bandeja en la puerta como siempre y se tapó con las frazadas.
Durmió toda la noche, como siempre.
A
la mañana siguiente se despertó un poco más temprano que lo habitual. Entraba mucha
luz por la puerta que había quedado abierta toda la noche. Se despabiló un poco
y se dispuso a hacer lo que había hecho durante todos estos años. Se asomó por
agujerito y ahí lo vio. Su padre tirado en el piso, con los ojos abiertos y una
mano en el pecho. Estaba semicubierto por las hojas de los arboles que habían
caído por la noche. El otoño estaba en su punto máximo, cubriendo de hojas cada
centímetro del suelo. Amarillas, rojas, cobrizos, naranjas. Ella empezó a
sentir lagrimas en los ojos, no entendía bien que era lo que le estaba
sucediendo. Pero sintió que lo que estaba viendo por aquel agujerito era sin
duda lo más hermoso que había visto en su vida.
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