Siempre los comienzos y finales de viaje me ponen melancólica. Armar la valija, despedirme de mis objetos que no voy a ver por largos días, despedirme de la gente que me rodea me hacen sentir una leve tristeza que luego desaparece al comenzar a vivir en otro país. Esta vez el viaje era más importante que siempre porque iba a concluir con algo que había empezado diez meses atrás cuando me había propuesto entrenar (como loca) y correr la maratón de Nueva York. Me encontré con casi cien corredores argentinos en el aeropuerto que se habían propuesto lo mismo que yo. Al verlos me sentí tan lejana. Todos vestidos con ropa deportiva, bronceados, adultos (soy la mascota del equipo), gritones, llamando la atención de quien estuviese cerca, todos debían enterarse que ellos iban a correr la maratón a miles de kilómetros de aquí. Subimos al avión y poco charlé con ellos. Ellos hablaban de los tiempos, de los dolores de rodilla, de las zapatillas. Yo corro pero no entiendo casi nada de todo lo que rodea al correr. Corro para llegar y no para ganarle al tiempo. No digo que esté mal hacerlo, solo que mi meta era el viaje y disfrutar de los 42 km, entonces pocas cosas tenia de interesante para contarles a esos hombres ávidos de saber cuanto tiempo me llevaría llegar a la linea donde todos seremos felices y rengos por un rato.
Asi fue como llegue a Nueva York, entre melancólica y sintiendo las diferencias que me separaban del resto del equipo que viajaría conmigo. El desayuno cargado en calorías que me comí me depertó. Panceta, huevo revuelto, papas con no se que, wafle con caramelo, queso Philadelfia con pan, etc.. Me sentí en una película desayunando antes de ir a la "prepa".
Después me tocó ir a retirar el número que me identificará durante la carrera, ahí me encontré con corredores de todo el mundo llenos de ganas de comprar, charlar, sonreír, y atemorizarse cada vez que pasaban por el enorme mapa en donde aparecía el recorrido, que todos nosotros (somos 50.000 en total) vamos a recorrer el próximo domingo.
La frutilla de mi postre fue volver al hotel, ponerme mis zapatillas ultra livianas con las que voy a correr el domingo y darme cuenta que mi hospedaje queda a solo tres cuadras (a solo tres cuadras, repito) del Central Park. Así que, allí me fui corriendo entre la gente acelerada de la ciudad. Llegué al parque y la melancolía desapareció por completo, la sonrisa se apoderó de mi cara, las piernas dolían pero daban pasos largos, todo mi cuerpo entero intentaba llenarse de ese enorme parque. Las ardillas me dieron la bienvenida y la ciudad también. Contemplé mientras corría un atardecer despejado, con el sol que iba escondiéndose entre los enormes edificios (ahora lejanos). Fue uno de los mejores atardeceres que vi en mi vida. No se si fue por lo hermoso, o por la sensación de que estaba por lograr lo que me había propuesto, o porque otra vez estaba en un país extraño para empezar a recorrerlo, o simplemente porque en ese momento la suma del entorno, mi meta, la compañía y yo misma hicieron algo tan simple y tan efímero como que fuera feliz.